10 dic 2005

«Despiértate, tú que duermes»

por el Hermano Pablo

El jet de Aviaco, procedente de Madrid, transmitió un mensaje pidiendo pista a la torre de control en Alicante. No hubo respuesta. A los quince segundos repitió el mensaje. Tampoco hubo respuesta. Cada quince segundos repitió el mismo mensaje, pero la torre mantuvo el silencio radiofónico.

El piloto Ramón Domínguez optó entonces por volar en círculos hasta que se aclarara la situación. Poco después, un DC‑9, procedente de Lisboa, Portugal, tuvo que proceder de igual modo. Al rato, otro avión, procedente de Cartagena, Colombia, se sumó a los dos que volaban en círculo.

Al fin, y de común acuerdo, los tres pilotos decidieron aterrizar con intervalo de cinco minutos cada uno. Al verse los tres pilotos en tierra, se aclaró todo. El controlador aéreo del aeropuerto de Alicante estaba profundamente dormido.

¿Es bueno el sueño? Seguro que sí. Sin el sueño reparador de energías, no podríamos vivir. Pero el sueño puede también producir desastres.

Más de una tropa entera ha sido acribillada porque un soldado atalaya se durmió en su puesto. Más de un barco ha encallado porque el vigía, dormido, no encendió la luz de la torre. Y en este caso, poco faltaba para que tres aviones se estrellaran porque el encargado de la torre de Alicante estaba dormido.

¿Por qué será que la Biblia, en calidad de advertencia, habla también sobre el dormir? El pasaje dice así: «Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo» (Efesios 5:14). Es que así como en lo natural, también en lo espiritual el sueño puede causar la muerte, sólo que en lo natural produce la muerte del cuerpo, mientras que en lo espiritual produce la muerte eterna del alma.

Vivir aletargado espiritualmente, sin que importe el estado del alma, es el error más grande que podamos cometer. Queramos o no reconocerlo, a todos nos espera un encuentro decisivo con nuestro Creador, un irremisible rendir de cuentas, un gran juicio final. Y todos los que hemos pasado por esta vida, sin una sola excepción, tendremos que comparecer ante el Juez divino.

Despertemos de nuestro letargo espiritual. Pidámosle a Dios perdón por nuestro descuido. Rindámosle nuestra vida a Cristo. Él no nos rechazará. Al contrario, Él mismo será nuestro abogado en el juicio final.

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